sábado, 23 de abril de 2011

CORRUPCION Y SOCIEDAD EN HONDURAS Por Ulises Ramirez

"La corrupción es el principal desafío que enfrenta el país. Es el obstáculo más serio para el desarrollo del sector privado, según los empresarios, y el tercer problema más serio, después del crimen y el alto costo de la vida, según los ciudadanos. Los hondureños perciben que la corrupción es generalizada; uno de cada cinco hondureños ha sido víctima de la corrupción" Así dice el primer párrafo de las "Conclusiones del Diagnóstico" contenidas en el documento que resume la Estrategia Nacional Anticorrupción del gobierno de Honduras.

En efecto, la corrupción se ha convertido ya en un problema de tal magnitud e importancia que no es posible subestimarlo ni, mucho menos, ignorarlo. Su ampliación creciente, su gradual masificación y su innegable capacidad para reproducirse y diversificarse a través de todo el tejido social e institucional del país, le conceden una capacidad desintegradora muy grande y la convierten en un factor clave para explicar y entender la crisis por la que atraviesa Honduras.

En los últimos años, sobre todo durante el proceso de transición política desde el autoritarismo de los regímenes militares hacia un sistema político democrático y plural, la corrupción se ha hecho cada vez más visible y manifiesta. Es como si la visibilidad de la corrupción se hiciera más notoria y vigente, a medida que la sociedad se abre cada vez más hacia una convivencia democrática y tolerante. Y por ello, no es casual que algunos analistas y estudiosos del tema concluyan fácilmente que hay un vínculo estrecho entre la transición hacia la democracia y el crecimiento de la corrupción, su desarrollo e institucionalización. O sea que la democracia y la corrupción, de acuerdo a esa visión crítica, marcharían juntas y se desarrollarían en forma paralela, estimulándose mutuamente y generando, cada una por su lado, condiciones oportunas para su propia ampliación y reproducción.

Esa es una conclusión que, además de falsa, puede resultar dañina y peligrosa. La corrupción no es inherente a la democracia ni la democracia es el mejor caldo de cultivo para la corrupción. Lo que pasa es que la democracia, a diferencia de los sistemas autoritarios o totalitarios de gobierno, crea las condiciones más apropiadas para sacar a flote la corrupción, facilita el espíritu de denuncia entre la población y genera la búsqueda de la transparencia y la rendición de cuentas en la gestión pública. En otras palabras, la democracia, al ampliar y vitalizar los espacios de la política, hace más visible la corrupción y, por lo mismo, contribuye a dimensionar su significado y consecuencias.

La corrupción en Honduras no es un fenómeno nuevo ni es, claro está, un problema exclusivo de nuestro tiempo. Surgió y se desarrolló a través de la historia, tiene antecedentes definidos y causas de origen claramente establecidas. A lo largo de su crecimiento y consolidación, la corrupción ha evolucionado a través de diversas fases y etapas que han condicionado directamente su contenido, sus alcances y la magnitud de su impacto al interior de la sociedad.

En la historia reciente de nuestro país, la corrupción ha atravesado al menos por las siguientes fases o periodos: 1) los regímenes militares; 2) la transición política hacia la democracia y el Estado de derecho, y 3) la sociedad hondureña post Mitch.

Conservando siempre su naturaleza negativa y dañina, la corrupción ha mostrado rasgos y características distintas en las diferentes fases de su crecimiento y desarrollo, en atención a los niveles de impunidad, al secreto y misterio que la rodea, a las demandas de transparencia que crecen entre la ciudadanía o al clima - ora permisivo, ora intolerante - que la sociedad genera en torno de la misma.

A. LA CORRUPCIóN EN LOS REGíMENES MILITARES

En el largo periodo que va desde el golpe de Estado del 03 de octubre de 1963 hasta el año 1980, cuando da inicio el proceso de transición política hacia la democracia, la sociedad hondureña vivió casi ininterrumpidamente bajo el control absoluto de los regímenes militares. Con la brevísima excepción del interregno político que significó el gobierno de Ramón Ernesto Cruz (junio de 1971 a diciembre de 1972, apenas 18 meses), las Fuerzas Armadas rigieron los destinos del país, impregnando con su estilo y autoritarismo todas las instancias de la vida pública, la institucionalidad y la cultura política de Honduras.

Los espacios para la crítica eran muy reducidos y las posibilidades para la denuncia pública tenían los límites que imponía el voluntarismo castrense. En tales condiciones, la corrupción oficial podía fluir más libremente y sin cortapisas, sin los obstáculos de la vigilancia colectiva ni la incomodidad de la rendición de cuentas. La impunidad que rodeaba los actos ilegales de los gobernantes militares y sus colaboradores civiles, funcionaba como una garantía de primer orden que aseguraba y afianzaba las estructuras, el sistema y los estilos de la corrupción gubernamental.

La debilidad o ausencia de los mecanismos contralores sobre la administración pública, sumadas a la amplísima discrecionalidad de los jefes militares en el manejo de los recursos públicos, favorecían el desarrollo de la corrupción y facilitaban su proliferación e impunidad. Pero, en ese entonces, la corrupción todavía no había alcanzado los niveles y el impacto que exhibe en la actualidad. Era una corrupción más bien de carácter artesanal, originada en los espacios de la autonomía castrense que rodeaban a los jefes militares en sus respectivas jurisdicciones políticas. Se trataba, por así decirlo, de una corrupción más individualizada que institucional, más ocasional que sistémica.

El contrabando, la venta de influencias, las comisiones en las compras y contrataciones del Estado, el cohecho o la oportuna gratificación bajo la mesa, el subsidio político cuidadosamente calculado, el despilfarro y la generosidad espléndida, amparados en la discrecionalidad ilímite de tal o cual jefe castrense, eran las formas más habituales y recurrentes que adquiría la corrupción oficial en aquéllos no tan lejanos tiempos.

La denuncia de tales hechos, aunque se producía en forma ocasional y esporádica, todavía no había adquirido - no podía hacerlo entonces - el carácter masivo y constante que llegó a exhibir después. La crítica de las prácticas corruptas de los jefes militares ocupaba un segundo lugar frente a las urgencias por el retorno a la constitucionalidad y al Estado de Derecho. Las escasas denuncias que se producían nunca derivaban en acciones penales concretas en contra de los culpables por los actos de corrupción. El cuestionamiento de la conducta y el comportamiento público de los militares no siempre encontraba la amplitud generosa de las primeras planas ni solía estimular el espíritu crítico de la prensa.

No es casual que uno de los grandes escándalos de corrupción durante el periodo de los regímenes militares, el soborno pagado por la empresa bananera transnacional United Brands a funcionarios del gobierno castrense de entonces, sólo fuera conocido en Honduras como resultado de su divulgación en la prensa norteamericana. La noticia publicada en el diario Wall Street Journal en abril de 1975 desató un vendaval de reclamos, comentarios y especulaciones en la sociedad hondureña. El escándalo alcanzó tal magnitud, que el gobierno que presidía el entonces general Osvaldo López Arellano no tuvo más alternativa que conformar sobre la marcha una comisión investigadora que debía llegar al fondo del asunto y sacar a flote las interioridades del caso. De hecho, fue la primera y más importante comisión investigadora formada en el tiempo de los regímenes militares para investigar un caso concreto de corrupción. Aunque sus resultados fueron un tanto ambiguos y limitados, esa comisión permitió establecer con claridad la naturaleza del hecho corrupto y señaló al menos a uno de sus principales responsables. La acción penal fue limitada, condicionada en gran parte por la impunidad reinante, y el acto de corrupción más publicitado y aireado de la etapa militar quedó sin el merecido castigo.

La naturaleza misma de los regímenes castrenses, con su estructura vertical y autoritaria, unipersonal e inflexible, no era ni podía ser circunstancia propicia para la denuncia y el rechazo de la corrupción oficial. El carácter hegemónico del poderío militar se había convertido ya en el terreno más adecuado para el florecimiento de la corrupción oficial. La cultura de la secretividad, cultivada con esmero casi demencial por los jefes y jefecillos militares, así como por sus funcionarios y servidores civiles, servía para afianzar las condiciones de oscuridad y ocultamiento que negaban hasta la mínima posibilidad de apertura y transparencia. El militarismo, en tanto que sistema cerrado y excluyente, caudillesco e intolerante, favorecía el secreto y el misterio, invocando muchas veces dudosas razones de seguridad estatal. La razón de Estado como razón primera y causa original de la impunidad castrense.

Por todo ello, la investigación sobre la corrupción militar no sólo resultaba difícil y laberíntica, sino que también, a menudo, devenía en algo peor, en algo tan siniestro como peligroso. Buscar la información, ubicarla y acceder a ella, se volvían tareas casi imposibles cuando no aventuras peligrosas. El derecho humano a recibir y buscar información quedaba totalmente anulado por la voluntad omnímoda, ansiosa de oscuridad y secreto, del poder militar. Al negar y ocultar la información, el régimen castrense bloqueaba la transparencia y aseguraba su propia impunidad. En condiciones semejantes, la corrupción gozaba de un ambiente óptimo para la invisibilidad y el silencio; sus posibilidades de afianzamiento y prosperidad estaban tan aseguradas como favorables eran sus perspectivas de desarrollo y ampliación.

Pero el carácter individual que a menudo revestía el acto de corrupción, se convertía, sin quererlo, en un freno que limitaba su sistematización estructural. El jefe corrupto creaba su propio espacio, cerrado e impenetrable, de corrupción personal. Generaba, por así decirlo, dinámicas sectoriales de corrupción artesanal y privada. Y, de esa forma, el aparato del Estado, poco a poco, casi sin que la sociedad se diera cuenta, se iba convirtiendo en un archipiélago de islotes de corrupción, un conjunto heterogéneo y difuso de esferas de influencia y prácticas corruptas tan intocables como personalizadas.

La irrupción del narcotráfico en la década de los años setenta, en tanto que fenómeno social que genera, estimula y difunde prácticas corruptas de nuevo tipo, sirvió, entre otras cosas, para impulsar un mayor desarrollo de la corrupción castrense, contribuyendo a la formación de fortunas fabulosas y vinculando a sus protagonistas con el estilo y las prácticas del crimen organizado a nivel internacional. Fue, por así decirlo, un nuevo, peligroso y nefasto desarrollo cualitativo en la naturaleza de la corrupción inherente a los regímenes militares de entonces.

El narcotráfico iba, poco a poco, creando condiciones para un nuevo modelo de corrupción, más organizada y profesional, más amplia y peligrosa. Generó redes corruptas al interior de las instituciones gubernamentales, en especial las que estaban directamente vinculadas con la represión del delito y la seguridad del Estado. Fue cooptando gradualmente peones importantes en el andamiaje oficial, penetrando la organización del Estado y minando las estructuras de las fuerzas militares. El narcotráfico se fue convirtiendo en un factor disolvente y desintegrador en el tejido social del país.

A finales de los años setenta, como resultado de una combinación entre factores internos y fuerzas de presión externas, en el país surgieron las condiciones para el retorno a un régimen político constitucional y civil. Los militares se preparaban para abandonar, al principio sólo parcialmente, el escenario nacional, cediendo espacios a los políticos tradicionales, ávidos por retornar al poder y recuperar el viejo protagonismo oficial. Era el momento en que habría de comenzar el proceso de transición política hacia la democracia formal y representativa.

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